La pensión era pequeña pero acogedora. El plato del día se dejaba comer, y la cerveza había sido bendecida por un mago dipsómano. Cuando Peleorn y Lagávulin decidieron compartir una habitación de un solo lecho, ya nadie se sorprendió. Y cuando los dos se pusieron a compartir el lecho (cuyo reducido espacio les llevó a desprenderse de todas sus vestiduras, espada incluida), y les dio por practicar lo que mejor sabían hacer estando completamente desarmados, tampoco se sorprendió nadie.
Ni siquiera se sorprendieron cuando el hobbit derribó la puerta.
—Ya está bien —dijo Lagavulin, debatiéndose entre el placer y el fastidio—, ¿no ves que estamos intentando tener una relación sexual satisfactoria?
—Eso —aportó Peleorn.
—¡Tú te callas! —gritó Terry.
—Eso —dijo Lagávulin.
—Y tú también —dijo el hobbit—. ¿No habéis tenido bastante? Porque yo sí: yo ya he tenido bastante. Y ahora mismo vais a dejar de poneros a jugar como dos críos, que eso es lo que sois, dos niñatos de mierda que sólo pensáis en
Aquí hay un verbo de difícil traducción que hace referencia al acto sexual.
sin importaros los sentimientos de los demás. Ya está bien. ¡Si es que así no se puede!
—Venga… —dijo el montaraz—. No te pongas así. ¿No ves que lo hacemos para divertirnos?
—¡Eso! ¡Eso es lo que pasa! Que sólo pensáis en divertiros… ¡Eso es lo único que os importa!
De repente, Peleorn tuvo una idea. ¿No sería que…?
—¿Estás celoso?
—¡No! —gritó Terry.
—Estás celoso.
—No lo estoy.
—Sí que lo estás.
—Que no lo estoy. No estoy celoso. ¿Entendido?
—Entonces no te importará que sigamos con lo nuestro… Si quieres, puedes mirar.
—¡Eeeh! —gritaron Terry y Lagávulin, al unísono.
—¿Pero qué os pasa? ¡Si es sólo sexo! Además, acabo en dos minutos, salgo a fumar y charláis de lo que os apetezca.
Aquel comentario no le sentó nada bien a la elfa.
—¿Y si acabáis ya? —sugirió el hobbit—. Para siempre, quiero decir.
—¿Pero qué mosca te ha picado? —saltó Lagávulin—. ¿Quién te crees que eres para decirnos lo que tenemos que hacer?
—Tu novio —respondió Terry.
—¿Y eso te da derecho a darme órdenes? ¡Pero si no levantas un palmo del suelo!
—¿Y…?
—¿Cómo que “y…”? Que tú no me dices lo que tengo que hacer, porque me voy a acostar con quien yo quiera. ¿Lo has entendido?
—¿Y si yo no quiero? —preguntó Terry.
—Me da igual. Porque yo sí que quiero. Y siempre que quiera acostarme con Peleorn lo haré, tanto si quieres como si no.
—¿Y si él no quiere? —volvió a preguntar el hobbit.
—Eso. ¿Y si yo no quiero?
—Tú te callas. ¿No ves que estoy discutiendo con mi novio?
—Ya, pero…
—Que te calles —replicó la elfa. Y dirigiéndose nuevamente a Terry, añadió—: A ver, ¿cómo te lo voy a decir? Tú me gustas, y estás muy mono y todo eso… pero ahora de lo que se trata es de divertirse, ¿no? Y me estaba divirtiendo mucho hasta que llegaste tú. ¿No te había dicho que no puedes ir tirando puertas como si tal cosa?
—Sí que puedo. Mira, si no…
—No puedes. Sólo eres un hobbit, y los hobbits no hacen esas cosas. Además, ¿dónde está tu arma?
—Eso —dijo Peleorn—. No puedes echar abajo una puerta sin ningún tipo de arma. Un conocido de mi primo, el de la espada rota, intentó derribar una de una patada, perdió el equilibrio y se partió la cabeza.
—¿Y…?
—¡Y se murió, claro! Y no te estoy hablando de un hobbit, sino de un montaraz hecho y derecho.
—Yo también había oído esa historia —dijo Lagávulin—. Pero tenía entendido que había sido un elfo…
—¿Veis? —dijo el hobbit—. No es más que una leyenda urbana, como la de los dragones albinos del Valle.
Se produjo un breve silencio, abreviado por la elfa:
—Nos estamos desviando del asunto. No puedes tumbar puertas sin más. ¡Eres un hobbit! ¡Si hasta los enanos te llaman enano!
—Me parece que me estás subestimando —observó Terry, con gran aplomo—. ¿Qué te parecería si ahora hiciera aparecer al Balrog de Moria?
—Por mí perfecto —dijo Peleorn.
—No estoy hablando contigo —dijo el hobbit—. ¿Y bien? ¿Qué me dices?
—Que no puedes —contestó Lagávulin—. Por tres razones. La primera: el Balrog está en Moria. La segunda: el Balrog está en Moria y seguirá en Moria hasta dentro de unos años; está escrito, y no podemos cambiar lo escrito. Y la tercera razón: el Balrog está en Moria y seguirá estando en Moria hasta dentro de unos años, y tú no eres más que un pobre hobbit, un hobbit insignificante que ni siquiera es capaz de invocar una mariposa.
Peleorn tampoco estaba capacitado para invocar mariposas, pero se abstuvo de comentarlo.
—¿Te juegas algo? —preguntó Terry.
—No me juego nada —respondió la elfa.
—Pues es una lástima, porque habrías perdido. Mira a tu espalda.
Cuando se giraron, vieron el demonio ominoso con espada flamígera y látigo de varias colas…
—Ya está bien —dijo Lagávulin, con voz cansada—. Me retiro.
—Venga ya… —dijo Terry—. Ahora que se ponía interesante…
—Eso —contribuyó Peleorn, que ya empuñaba la espada.
—Haced lo que queráis, pero yo ya no juego más. Me voy a casa.* * *
El resto de jugadores ya hacía rato que se había ido a sus casas. Todos menos Víctor, el hermano de Héctor, que vivía allí. En aquel momento estaba en el comedor viendo un deuvedé de Babylon 5.
—Ya está bien —dijo Sandra, con voz cansada—. Me retiro.
—Venga ya… —dijo Héctor—. Ahora que se ponía interesante…
—Eso —contribuyó Montse, que ya había cogido los dados.
—Haced lo que queráis, pero yo ya no juego más. Me voy a casa.
—Vale, vete —dijo Montse—. Pero mañana seguimos. Además, tienen que estar todos… Si no, ¿cómo vamos a cargarnos al Balrog?
No se lo podía creer. ¡Un Balrog! Montse no sabía si sería capaz de aguardar tanto tiempo… Si es que Héctor era un maestro a la hora de mantener el suspense. Lástima que no estuvieran los demás. ¡Lo que habría dado por ver sus caras cuando apareció el Balrog! Una lástima, pero alguna ventaja debía tener quedarse hasta tan tarde, ¿no? Claro, que a los otros no les interesaban lo más mínimo los devaneos sexuales que mantenían Peleorn y Lagávulin. En realidad, ella misma ya empezaba a estar un poco cansada. En cambio, Sandra parecía disfrutar tanto o más que el primer día. Montse había llegado a pensar que tal vez Héctor no era lo bastante…, en fin, quizás era lo normal. Él estaba demasiado obsesionado con las partidas, con prepararlas al milímetro: las aventuras estaban construidas con tanto esmero que acababas por creértelas, como si fuera la vida real. Y en la vida real los personajes tienen necesidades reales, ¿no? ¿Por qué no iba a poder, entonces, mantener relaciones con Lagávulin?
Cuando Sandra se despidió de Montse, lo hizo como si algo que nunca existió se hubiera perdido para siempre.
Se acabó.
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