11.1.07

Manuscrito encontrado en Cuernavilla (3)

Continuación de Manuscrito encontrado en Cuernavilla (2), continuacióna a su vez de Manuscrito encontrado en Cuernavilla:

Pero al día siguiente nadie habló del asunto. Peleorn y Lagávulin tampoco hablaron entre ellos, al margen de cuestiones estrictamente operativas. Las causas de aquel silencio eran, principalmente, dos.

La primera: aquélla fue una jornada extraordinariamente agotadora, mucho más que la precedente. Desde que, de buena mañana, abandonaran El lechón volador (tras pagar por el alojamiento, la cena, las cervezas y la puerta), se las habían tenido que ver con un sinfín de peligros y contratiempos. Y todo, o casi, porque Peleorn se había dejado olvidadas las grebas de Minas Fornost en alguno de los últimos catorce túmulos que habían profanado. Más jabalíes que cazar, más hobbits que salvar, más bandidos que degollar, más orcos que masacrar, y catorce tumularios resentidos y en absoluto dispuestos a que sus moradas fuesen profanadas de nuevo. Y aunque éstos no eran unos espíritus muy memoriosos, aquél era un grupo muy difícil de olvidar: Peleorn, un montaraz alto y sumamente torpe; Lagávulin, una elfa Sinda hermosa y diestra con el arco; Terry, un hobbit feo; Cornelian, un mago afable y escrupuloso; Aidigoras, un elfo silvano y cleptómano; Dwarni, un enano con muy malas pulgas; y Beornulf, un Beórnida casi siempre soñoliento por culpa de las noches que se pasaba correteando bajo forma osuna. Y lo más difícil de olvidar de aquel grupo eran sus monturas: siete ponys, dos de ellos de carga, y dos corceles de Rohan, cabalgados éstos por el hobbit y el enano. Y si la jornada fue más agotadora que de costumbre, lo fue sobre todo para Peleorn y Lagávulin. Ellos eran demasiado escépticos (todo lo escépticos que se puede ser en un mundo donde la magia está a la orden del día) para creer que era cosa del destino, pero tantas coincidencias juntas no podían atribuirse al azar. Un ejemplo: a media mañana el grupo entero se había cruzado con una partida de diecinueve orcos y éstos se habían limitado a atacar a la elfa y el montaraz. Afortunadamente, al resto del grupo no le sentó nada bien aquel despecho y dieron buena cuenta de los orcos. Y, como ésta, se sucedieron otras situaciones inusitadas.

La segunda (causa por la que Peleorn y Lagávulin apenas se hablaron a lo largo de aquel día): a ninguno de los dos le apetecía lo más mínimo iniciar una conversación, porque sabían que tarde o temprano iba a desembocar en lo sucedido la noche anterior y su fatal desenlace (no para él, que se quedó bien satisfecho). Y aunque Lagávulin había asegurado que no tenía importancia, ambos eran conscientes de que sí la tenía.

Al final, recuperaron las grebas. Las encontraron después de profanar la decimocuarta tumba, cuando las últimas luces de la tarde se reflejaron sobre las piezas de bronce que un Dúnadan olvidadizo se había dejado en un repecho del túmulo.

* * *


La noche se les echó encima con su negrura ineludible. Se refugiaron en un cobertizo presuntamente abandonado, en la linde de un bosquecillo. No tardaron en caer rendidos, uno tras otro.

Peleorn llevaba dormido bastante rato, o bastante poco, cuando algo peludo le pasó rozando. Aferró la empuñadura de la espada pero, cuando logró distinguirlo, el oso ya estaba demasiado lejos.

El montaraz se giró para cambiar de postura, y su nariz se rozó con la de la elfa. Lagávulin le tapó la boca rápidamente, sin darle tiempo a gritar ante la sorpresa de encontrársela nuevamente desnuda y aparentemente dispuesta a acostarse con él. Aunque, técnicamente, ya estaba acostada con él.

El resto era sexo.

* * *


Aquella noche estuvo mejor.

* * *


Y la siguiente.

* * *


Y la otra.

Fin de la tercera y penúltima parte.

A propósito de hobbits, ¿qué tienen en común Bilbo Bolsón y Mr. Spock, orejas puntiagudas aparte?

La respuesta, a continuación. Adelante, vídeo:

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