Sterling Cooper tiene más intelectuales y artistas fracasados que el Tercer Reich.
DON DRAPER
Nueva York, años
60. Ken Cosgrove trabaja en una agencia de publicidad y en su tiempo
libre escribe cuentos y novelas. Hasta aquí, todo normal. Lo raro es
que algunos de estos cuentos y novelas han llegado a publicarse. Más
raro aún es que Cosgrove no trabaja de creativo. No escribe
anuncios. No diseña anuncios. Cosgrove es un ejecutivo de cuentas.
Desde el punto de vista creativo, ser ejecutivo tiene una gran
ventaja: es un empleo que no interfiere en sus inquietudes
artísticas. No las desgasta, por así decirlo, y cuando vuelve a
casa su imaginación sigue intacta, fresca y a punto para acometer un
nuevo capítulo. Pero no nos engañemos: un ejecutivo de cuentas no
es un oficinista al uso. No es un funcionario. No es Franz Kafka en
horario laboral. El trabajo de Ken Cosgrove tal vez no erosione su
hemisferio cerebral derecho, pero aun así entraña riesgos físicos;
incluso podría costarle un ojo (ojo: espóiler) de la cara.
En el país de los
ciegos, el tuerto (guiño) es el rey. La carrera literaria de
Cosgrove provoca envidias entre los creativos de Sterling Cooper, la
agencia de publicidad donde trabaja: «No sabía que estaba
compitiendo contigo», le suelta el redactor Paul Kinsey. Aunque
quien más envidia le profesa es su compañero de departamento, el
ejecutivo Pete Campbell, un catacaldos que bien podría hacer suyo el
eslogan «Culo veo, culo quiero». Todo el mundo quiere ser escritor.
Todo el mundo quiere ser artista. Y a todos los niveles de la cadena
de mando: no se libra ni el veterano director creativo Lou Avery,
quien todavía sueña con hacer carrera en el mundo de la historieta.
Su tira cómica inédita se convertirá en blanco de las burlas de
los publicitarios más jóvenes; unas burlas que en realidad son la
proyección de los propios fracasos. De todos modos, Lou Avery nunca
será Tex Avery. (Y el redactor Michael Ginsberg nunca será Allen
Ginsberg, aunque acabe de figurante en el primer verso de Howl:
«Vi a las mejores mentes de mi generación destruidas por la
locura».)
En
palabras de Roger Sterling, socio fundador de la agencia: «En el
último cajón de cada escritorio de este lugar se guardan las
primeras diez páginas de una novela.» Esta afirmación no es del
todo cierta: el cajón de Paul Kinsey no encierra una novela, sino
una obra de teatro titulada La muerte es mi
cliente
Ya lo decía Un Pingüino en mi Ascensor (aventura musical de José Luis Moro, uno de
los creativos más creativos de España): «No hay nada más
frustrante que hacer anuncios de suavizante.» Yo aún diría más:
«No hay nada más frustrante que hacer anuncios.» Las causas son
varias. Por un lado, las mejores ideas suelen quedarse en el cajón,
justo encima de esa novela apenas empezada. Por otro lado, cuando una
buena idea logra superar una carrera de obstáculos que haría
palidecer las pruebas de Humor amarillo, ¿cuál es el
resultado? Un anuncio de veinte segundos que casi nadie sabrá que
has escrito tú, porque no va firmado. Publicitarios:
por sus obras no los conoceréis.
Cuando el talento
que uno tiene (o cree tener) no es reconocido, surge la
insatisfacción, o la búsqueda de satisfacción por otros medios.
Pero ¿qué sucede cuando sí existe ese reconocimiento? Entonces
aparece la sensación de que se trata de un reconocimiento
inmerecido. Es el síndrome del impostor. A la Wikipedia me
remito: «A pesar de las evidencias externas de su competencia,
aquellos con el síndrome permanecen convencidos de que son un fraude
y no merecen el éxito que han conseguido. Las pruebas de éxito son
rechazadas como pura suerte, coincidencia o como el resultado de
hacer pensar a otros que son más inteligentes y competentes de lo
que ellos creen ser.»
Don Draper es el síndrome del impostor llevado al extremo. El director creativo estrella de Sterling Cooper no guarda una novela en el cajón: él esconde un cadáver en el mueble bar. En su caso lo que permanece oculto no es la obra, sino el autor. La obra es una ficción llamada Don Draper, y su autor es un tal Dick Whitman (como en la ficción cuyo nombre es Don Quijote, obra de Alonso Quijano). Don Draper es un anuncio y, como sucede con todos los anuncios, no lleva la firma de su creador. Porque los publicitarios se enfrentan al anonimato, también en las distancias cortas, que es donde un hombre se la juega. Y Dick Whitman, el soldado desconocido con apellido de poeta (como Ginsberg), se la juega continuamente. «¿Draper? ¿Alguien sabe algo de este tipo?», se pregunta Harry Crane, planificador de medios. «Podría ser Batman, por lo que sabemos.» Y su esposa Betty podría ser la Samantha de Embrujada, pero ésa es otra historia.
Otra
creación oculta, y nada ficticia, es el bebé de Peggy Olson. Igual
que Dick Whitman, la joven redactora ha escogido reinventarse a
cualquier precio, y este precio incluye ignorar su maternidad para
medrar en un mundo masculino. Es el sueño americano de toda la vida.
Como afirma Bert Cooper, el otro fundador de la agencia: «Este país
ha sido construido y gobernado por hombres con historias peores de lo
que usted pueda imaginarse.» Aunque se refiere a Estados Unidos, la
sentencia también es válida para otros países.
No
sería justo concluir un texto sobre el anonimato creativo sin
nombrar a un solo guionista. Por ejemplo, a Matthew Weiner. De él
cuenta Brett Martin en su libro Hombres fuera de serie
(Difficult Men) que durante
largos años iba con el piloto de Mad Men en
el maletín (no me refiero a Ted Chaough, aviador de la serie, sino
al guión del primer capítulo). De hecho, gracias a este
guión Weiner consiguió un trabajo en Los Soprano.
Y gracias a trabajar en la mítica serie de la HBO logró vendérselo
a la cadena AMC. (La HBO lo rechazó, pese a la recomendación
expresa del mismísimo David Chase.) «Todo el mundo fuma. Son
desagradables. Va del mundo de la publicidad,
eso no tiene un valor internacional. Es lenta. Es de época. Es la
peor idea posible», dijo un mandamás de la AMC. No creían en ella,
pero pensaron que tenía posibilidades de ganar un Emmy. Y la
hicieron. La hicieron, como los creativos publicitarios que de vez en
cuando hacen truchos:
anuncios sin más objetivo que reportarles premios y reconocimiento
en un mundillo de gente poco conocida.
* Este texto fue publicado originalmente en Miradas de cine.
* Este texto fue publicado originalmente en Miradas de cine.
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