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Y si no se cumple, me cargo a alguien. O algo.
¡Feliz año!
Esquirol
Hartos de la sobreexplotación a que estaban sometidos, los duendes convocaron una huelga. No consiguieron gran cosa, y el motivo principal del plante seguía sin resolverse: cada vez que querían fumarse un cigarrillo tenían que salir a la fría estepa, lo cual resultaba especialmente duro para los del turno de noche (cuya jornada duraba seis meses). Sin embargo, animados por la iniciativa, los miembros del sindicato de renos organizaron una huelga de transportes: se trata, por supuesto, de la histórica huelga del 24-D. El único que se opuso fue Rudolph, que acabó reventado.
es el mejor
la cïencia lo dijo
y yo no mientoAnís del Mono
En situaciones normales (el típico enfrentamiento con un ejército de tumularios, por ejemplo), Peleorn ya habría logrado desenvainar su espada y la habría clavado sobre su adversario. Pero aquella situación distaba leguas de ser normal: se hallaba tendido en el suelo, con la dama que amaba presionándole con su cuerpo desnudo. Ahora sentía que no era su espada lo que estaba a punto de desenvainarse. Ella también lo sentía. Y Peleorn no podía hacer nada: era un pelele al extremo de un artefacto indomable.
—Mira que si te llegas a ir… —dijo Lagávulin. El Dúnadan tardó en descifrar el sentido de aquellas palabras; palabras crípticas que no habría logrado desentrañar, tal vez, sin la ayuda que le proporcionaron los frescos labios de la elfa, al fundirse con los suyos en un beso inefable y caprichoso. Sentía cómo eones de tiempo irrecuperable se daban cita por un instante fugaz para el resto de la eternidad.
—¡
! —exclamó el montaraz cuando la daga le hizo un tajo en el cuello—. ¿Pero qué
haces?
—Lo siento —dijo la elfa. Lo podía haber matado, pero aquella débil disculpa era totalmente innecesaria: él ya la había perdonado, y ella lo sabía. Porque hasta los elfos cometían pifias, de vez en cuando.
—Perdóname tú a mí, no debía haber…
—Pssst… Mejor me lo cuentas en la cama.
Sin embargo, una vez allí, no se lo contó. Tampoco había nada que contar. Sólo mucho por hacer.
Con más voluntad que destreza, Peleorn se estaba despojando de las ropas (las botas altas, el manto sucio…), mientras Lagávulin le quitaba el talabarte del que pendía la espada, y Peleorn le decía que por favor no lo hiciera, y Lagávulin que por qué, y Peleorn que nunca se lo quitaba, ni para dormir, y Lagávulin (pícara) que no iban a dormir, y Peleorn ya estaba a punto de ceder ante aquel argumento irrefutable cuando ella se hizo un corte en la palma de la mano.
—¡Me
en Manwë! —blasfemó el montaraz. Y se apresuró a añadir, más pragmático—: No te muevas, voy a buscar algo para vendarlo.
—No hace falta —dijo ella con una sonrisa cansada.
—¿Cómo que no? Se puede infectar…
—¿Infectar? ¿Tú que sabes de infecciones? —Y, tras una breve pausa, prosiguió—: ¿No me vas a montar, montaraz?
Y como la respuesta era más que evidente, Peleorn decidió obviar lo obvio y pasar a la acción.
—¡Espera! —exclamó la elfa.
—¿Qué sucede?
—Creo que deberíamos atrancar la puerta. —Y añadió, con ironía—: No me gustaría tener más visitas inesperadas.
—Déjame. Ya cierro yo.
Tras atrancar la puerta, el Dúnadan volvió al lecho.
—¿No esperarías alguna visita? Porque me sabría mal haberte cambiado los planes…
—Ahora que lo dices, había invitado a un mago y una docena de enanos a tomar el té.
—¿A estas horas?
Si Lagávulin tenía alguna respuesta preparada, se la guardó para cuando su lengua dejara de estar ocupada en… Se produjo un ruido. Era el típico ruido que hace una puerta atrancada cuando, a pesar de la tranca, cae al suelo.
—¿Se puede saber qué estáis haciendo? ¿Qué
os habéis creído que es esto?
El que así gritaba era un ser bastante peludo (sobre todo los pies), cuyo aspecto fiero y temible a la luz de la luna era desmentido por su metro escaso de estatura.
—¿Se puede saber qué haces tú? —gritó a su vez Lagávulin.
—¿Cómo que qué…? —titubeó Terry del Brandivino. Saltaba a la vista que no se había esperado aquella reacción por parte de la elfa.
—¡Eres un hobbit, por el amor de Ilúvatar!
—Eso —aportó Peleorn, medio recuperado del susto—. No puedes ir por ahí derribando puertas, máxime cuando están atrancadas con tranca y todo.
—Ya, pero…
—No hay peros que valgan —lo atajó la elfa—. Ya estás volviendo a tu habitación y metiéndote en tu camita.
El hobbit se retiró cabizbajo, pasando por encima de una puerta siete veces más pesada que él. Lagávulin añadió:
—Y ya hablaremos mañana.
El abad
El viejo abad está en la cama, postrado. No sabe cuánto le falta: meses, semanas, tal vez horas. Lo que sí sabe es que ya nunca más volverá a levantarse. Le trae sin cuidado. Es un hombre de fe, y es consciente de que toda su vida (su larga vida) de privaciones va a verse compensada con creces en el más allá. El Cielo. Allí se va a hartar a comer y a beber y a follar. Es cuestión de meses, semanas, tal vez horas. No, no le preocupa la muerte. Sólo le preocupa la zorra. Ahora, ¿quién le va a dar arroz? Podría mandar a cualquiera de los monjes. Pero no. Con un monje raso y una zorra no se puede formar un palíndromo. Tiene que ser un abad. Tal vez su sucesor. Pero ¿y si la muerte tarda meses en llegarle? Cuando haya un nuevo abad, la zorra ya habrá fallecido. La tiene muy mal acostumbrada.
Se pregunta si las zorras también van al Cielo. Le gustaría encontrársela allí.
Había sido una jornada agotadora, y ya se habían retirado todos los compañeros menos uno: sentado en el rincón más oscuro del comedor, apuraba la última jarra de cerveza. “Seguramente”, no dejaba de repetirse, “la cerveza más mala de toda la Tierra Media”. En realidad, era la mejor cerveza de todo Bree, pero Peleorn odiaba la cerveza. La bebía porque formaba parte de su papel, como las botas altas, la espada larga, el manto sucio, el cuerpo fornido, la piel atezada y el carácter adusto de los montaraces del Norte. Sólo empezaba a disfrutar su sabor amargo a partir de la vigésima jarra, más o menos, y aquella noche apenas había bebido diecisiete. Pero ya no podía más. Había sido una jornada agotadora, y lo último que le apetecía era emborracharse. Lejos quedaban ya las legendarias cogorzas que agarrara junto a su primo Trancos, alguna de ellas en aquella misma posada. Tan lejos quedaban que ya no había nadie en El lechón volador que las recordara. Aunque, a decir verdad, los parroquianos que seguían en pie ni siquiera se hallaban en condiciones de recordar el nombre de su propia madre. Había sido una jornada agotadora.
Cuando llevas todo el día cazando jabalíes, salvando hobbits, evacuando aldeas, buscando escudos mágicos, encontrando tres de las siete gemas de Dorfalas, perdiendo las grebas de Minas Fornost, degollando bandidos, masacrando orcos, profanando túmulos, saqueando mazmorras, incendiando bosquecillos y teniendo decenas de encontronazos con los esbirros del mago Mordraug, la única cosa que te apetece es echar un
. Al menos, en el caso de Peleorn. Sin embargo, lo único mínimamente
en aquel antro era la hija del posadero, un adefesio pestilente cuya mera presencia justificaba la primera parte del nombre de la posada. Y aunque Peleorn no era lo que se dice un hombre de gustos refinados, en aquel momento aspiraba a algo más… algo así como Lagávulin. Era una idea descabellada, por supuesto, pero Peleorn era un Dúnadan enamorado. Un Dúnadan que se levantó de golpe, provocando un sobresalto en aquellos de los presentes que aún no habían perdido completamente la noción del mundo. Se encaminó dando zancadas hacia la habitación; la compartía con Dwarni y Beornulf, que ya debían de estar durmiendo a pierna suelta. “Mejor”, pensó. “No me gusta
en público.”
Al pasar frente a la puerta de Lagávulin, se detuvo. “Es una pena que tenga que dormir sola”, meditó. Y un despilfarro, si se tenía en cuenta el precio de las habitaciones. Pero a Peleorn el dinero le traía sin cuidado, sobre todo después de haber rescatado el tesoro perdido de Nueva Númenor del Norte. Muy despacio, y reuniendo todo su valor (que no era poco, de modo que tardó un buen rato en reunirlo), abrió la puerta.
Muy despacio.
La luna llena se filtraba por las raídas cortinas de arpillera, tiñendo de un matiz lechoso el torso desnudo de la elfa. Peleorn tragó saliva, la cual se le clavaba como mil agujas en la garganta. Nunca se había sentido tan rudo, contemplando clandestinamente el busto perfecto de una Sinda mientras su
se ponía más
que la espada de Isildur. En vano trataba de recordarse que él también tenía sangre élfica, que era descendiente ni más ni menos que de Lúthien. En aquel momento se sentía más sucio que el troll que había intentado numenorizarlo hacía un par de semanas, a pesar de que ni siquiera se le había pasado por la cabeza aprovecharse de Lagávulin mientras estuviese dormida. Permaneció así un tiempo indefinido, petrificado como el mismo troll instantes después, tratando por todos los medios de sustraerse al hechizo de la elfa. Finalmente, consiguió cerrar los ojos, apretarlos con firmeza, dar media vuelta, caminar hacia la puerta y chocar contra la pared. Peleorn cayó al suelo, cuan largo era, maldiciéndose en silencio por la pifia.
Afortunadamente, había hecho menos ruido del que cabía esperar; pero, desafortunadamente, había conseguido despertar a Lagávulin. La elfa hizo gala de unos reflejos que no desmerecían a su raza, y en un abrir y cerrar de ojos había cruzado la habitación con una daga que ahora acariciaba la yugular de Peleorn.
—¿No te contó tu abuela que los elfos no dormimos?
—También me dijo que los niños vienen de Minas Tirith.
En situaciones normales (el típico enfrentamiento con un ejército de tumularios, por ejemplo), Peleorn ya habría logrado desenvainar su espada y la habría clavado en su adversario. Pero aquella situación distaba leguas de ser normal: se hallaba tendido en el suelo, con la dama que amaba presionándole con su cuerpo desnudo. Ahora sentía que no era su espada lo que estaba a punto de desenvainarse. Ella también lo sentía. Y Peleorn no podía hacer nada: era un pelele al extremo de un artefacto indomable.
También conocido como Radio F, el polonio fue descubierto por Pierre y Marie Curie-Skłodowska en 1898, y fue posteriormente renombrado en honor a la tierra natal de Marie Curie, Polonia. En aquella época, Polonia no era un país independiente y se encontraba bajo el dominio de Rusia, Prusia y Austria, y Marie albergaba la esperanza de que este nombramiento le añadiría notoriedad. Fue el primer elemento cuyo nombre derivaba de una controversia política.
Apreciados editores,
Me he enterado de que Dinio está a punto de publicar un libro. Sí, Dinio, el ex novio de Marujita Díaz. Esta noticia me ha llenado de honda preocupación, al tiempo que me ha dado mucho que pensar. Y he llegado a hacerme esta pregunta: si él puede, ¿por qué yo no?
Por supuesto, estoy seguro de que no es su editorial la que pretende publicar el libro de tan singular personaje (corríjanme si me equivoco). Sin embargo, probablemente compartan mi inquietud y mi zozobra.
Y no me interpreten mal: en ningún momento se me ha ocurrido poner en duda el talento literario de Dinio. No obstante, tratándose de una persona que asegura pasarse mañana, tarde y noche “hasiendo el amooor”, surge la inevitable cuestión: ¿de dónde saca tiempo para escribir?
Yo, en cambio, que tengo una vida sexual bastante menos activa, he sido capaz de suplir mi falta de talento con muchas horas de dedicación. El resultado es el documento que les adjunto: veinte relatos agrupados bajo el título genérico FANTASÍAS DESANIMADAS DE AYER Y NUNCA.
Si, por casualidad, este título les resulta familiar, lo más probable es que se trate de un déjà vú. Es algo que sucede de vez en cuando, debido a un error en el almacenamiento de la información en nuestro cerebro. Aunque también pudiera ser que recordaran haberlo leído con anterioridad, pues hace dos años lo presenté al Premio Lengua de Trapo.
En esta nueva versión, se han eliminado dos de los cuentos que consideraba menos dignos. En su lugar, he incluido otros dos: “Le pongo ketchup” y “Un largo etcétera”. Este último en particular (estoy convencido) les resultará deliciosamente turbador (se nota que lo he escrito yo, ¿eh?). En cuanto al resto de relatos, creo que el paso de los años no sólo no ha hecho mella en su frescura, sino que además le ha añadido una pátina de sano y prematuro envejecimiento. Esto queda especialmente manifiesto en el uso de palabras como “pesetas”, que en poco tiempo han adquirido unas connotaciones nostálgicas que acrecientan el atractivo de la lectura.
Por todo ello, me parece que FANTASÍAS DESANIMADAS DE AYER Y NUNCA se merece una segunda oportunidad, aunque sea fuera de la sección competitiva. Porque entre todos podemos salvar las librerías de la amenaza de Dinio, que tantos estragos ha causado ya en el medio televisivo.
Atentamente,
Jovencillo emponzoñado de whisky, ¡qué figurota exhibe!