6.1.08

6-E

El magnate de la industria del entretenimiento es un tipo aburrido. No dispone de mucho tiempo para divertirse, pues tiene un sinfín de responsabilidades (y tareas) a nivel empresarial (y mercantil)… y eso que en lo que se refiere a asuntos domésticos no da golpe. Para ello está todo su séquito de criados, cocineros y demás, sin desdeñar las faenas que realiza su esposa.

Pero hay un trabajillo doméstico, uno solo, que el magnate lleva a cabo todos los años, desde hace cinco. Siempre, por supuesto, acompañado por su esposa… menos esta noche.

—Tú tranquila. Acuéstate, que ya lo hago yo.
—¿Sabes dónde están?
—Sí, Leonardo los dejó en el tercer mueble de la cocina.
—Sí, pero… la cocina, ¿sabes dónde está?

El magnate duda un momento, pero enseguida responde afirmativamente.

—Buenas noches.

El magnate se dirige a la cocina, y allí, en el tercer mueble, escondidos entre las cacerolas, están, en efecto, los paquetes debidamente envueltos. Los lleva, de uno en uno (a lo sumo, cogiendo dos a la vez) hasta la chimenea, al lado del árbol de Navidad. Ya carga con los últimos paquetes cuando, al pasar junto al belén, le asalta la duda. Ahora no sabe si debe dejar los regalos al pie del árbol y, los que quepan, en los calcetines que cuelgan de la repisa de la chimenea, o junto al belén. Y los vasos de leche… ¿debían estar llenos o vacíos? Lo cierto es que otros años apenas reparaba en estas cosas. No le hacía falta, porque para eso estaba su mujer. Pero ahora no sabe qué debe hacer.

Sólo sabe que por nada del mundo debe molestar a su esposa. Eso sería admitir un fracaso. Y el magnate de la industria del entretenimiento no puede permitirse el más mínimo fracaso. Puede perder millardos y poner la compañía al borde de la ruina, incluso en la ruina misma: en definitiva, fracasar a lo grande; pero no puede permitirse el más mínimo fracaso. Los mínimos fracasos los tiene la gente corriente.

De todas formas, para corriente el trabajo que está haciendo ahora. Pero para él es muy importante, y no sólo porque es la primera vez que desempeña un trabajo doméstico en solitario. Es muy importante, sobre todo, porque lo hace para su hijo. Es su deber como padre.

Un ruido de pasos lo pone en guardia.

“Vaya, ya se ha despertado el niño… ¡Al diablo con el belén!”

Corre a dejar los paquetes al pie del árbol, junto a todos los demás. Los pasos se acercan, y él corre a esconderse detrás del diván dahomeyano.

El niño se acerca a los paquetes, mientras mira nervioso, una y otra vez, a su alrededor. Se aproxima al que tiene más cerca. Lo toca, y en un acto reflejo retira la mano, como si quemara. Retrocede, caminando de espaldas. Se detiene. Vuelve a acercarse… pero un ruido procedente del jardín, a su derecha, le hace correr a esconderse detrás del…

“¡No, aquí nooo!” El padre observa impotente cómo el criajo se está agachando y… de repente decide ir a esconderse a otro sitio, tal vez para estar más cerca de los regalos. ¿Detrás del árbol? Sí, por qué no.

Alguien, o algo, está en el jardín, forzando la puerta principal. ¿Qué pasa con la alarma?

“Estará de vacaciones”, razona amargamente el magnate, al recordar cómo más de la mitad del servicio se ha ido a pasar las Navidades con la familia, mientras el resto (los que no tienen familia, así como los que son nuevos en la casa) duerme a pierna suelta en sus habitaciones, como cualquier otra noche, porque saben que no habrá regalos para ellos.

Aquello que viene del jardín consigue abrir la puerta.

“Lógicamente, si fueran los Reyes Magos entrarían por la chimenea”, piensa divertido, en parte para mantener a raya el pánico que empieza a adueñarse de él… No es que tenga miedo, por supuesto, pero teme por la seguridad de su hijo.

Los pasos se alejan, dirigiéndose al ala sur. Pertenecen a más de una persona. A más de dos, tal vez. Una de ellas dice algo, de tal forma que, sin dejar de ser un susurro, llega hasta las oídos del magnate (pues es uno de esos susurros capaces de despertar a medio vecindario), quien, sin embargo, no llega a discernir el significado de las palabras.

Ahora, el sonido de los pasos crece en claridad… y el magnate de la industria del entretenimiento alcanza a ver tres personas.

“El de delante, ése… ¡es Papá Noel!”

No. Es el rey Melchor, de Oriente. Son los tres Reyes Magos, cargados con sendos sacos.

“Vamos, que son tres hijos de puta disfrazados de Reyes Magos.”

Eso mismo.

Se detienen junto a los regalos. Al parecer, buscan algo.

Al cabo de un rato, el hombre disfrazado de rey Baltasar hace una seña a sus compañeros. Les enseña lo que estaban buscando: el belén. El presunto rey Melchor levanta una figura y la contempla con aire crítico. Al magnate le parece que se trata de la figura de Melchor. Éste (no la figura, sino el intruso) la analiza detenidamente, mientras sus socios empiezan a mirar hacia la lámpara que cuelga del techo, silbando entre dientes y moviendo los pies al compás de cierta música que no parece corresponderse con los silbidos. Melchor no parece muy satisfecho.

“Con razón. Por más que lo intente, el disfraz no logra hacerle justicia a la figura.”

Baltasar y el otro se ponen a jugar a piedrapapeltijeras. Gana el primero, con un resultado de papel a piedra. El perdedor le da unos toques en la espalda a Melchor, y le dice algo al oído. Melchor le lanza una mirada iracunda, pero acaba dejando la figura en su sitio.

Los individuos abren sus respectivos sacos… y cada uno de ellos saca de su interior un paquete de envoltura ostentosa y lo deposita al pie del belén.

“¡Habrase visto!”, exclama mentalmente el magnate, que ya hace rato que ha transformado su miedo encubierto en una abierta indignación. “Me desvalijan media casa y ahora, para disimular… ¡me dejan unos regalos!”

Los tres hombres vuelven por donde han venido, y salen al jardín.

El niño, que acaba de salir de detrás del árbol, se dispone a seguirlos, pero algo (un presentimiento, un arrepentimiento…, algo) lo detiene, y se vuelve corriendo a su cuarto.

El magnate sale de su escondite y se va tras los ladrones. Los encuentra en el jardín, depositando sus sacos sobre tres camellos.

—¡Vaya! Además de ladrones, ¡camellos! —Los tres reyes se giran al unísono, y se encuentran al dueño de la mansión riéndose. Éste se siente ridículo, pero no lo ha podido evitar. Necesitaba liberar parte de la tensión, desfogarse de algún modo, aunque fuera recurriendo a la primera ocurrencia que se le presentara… “Aun así”, piensa, “esto les debe desconcertar, lo cual me da un aire de dominar la situación. Después de todo, juego en casa y ellos son el equipo visitante”—. Perdón, caballeros —prosigue, cuando deja de reír—, ¿o debería llamarlos “camelleros”? Por mi parte, prefiero llamarlos ladrones de tres al cuarto.

Los tres miran automáticamente sus relojes de cadena. Luego lanzan un suspiro colectivo de puro alivio.

El magnate se acerca al hombre disfrazado de rey Baltasar, a la vez que se chupa el dedo índice de la mano derecha; lo alza, como para averiguar la dirección del viento; luego lo restriega por la cara del presunto ladrón.

—¡Ajá! —exclama el magnate, justo antes de mirarse la yema del dedo, que no ha cambiado de color—. Es de verdad… Bien, es igual. Eso no quiere decir nada. Un ladrón negro, ¿y qué?
—Perdón —dice el suplantador del rey Melchor, con aire digno—, pero hablo en nombre de los tres cuando digo que nos sentimos insultados. Nosotros no somos ladrones, sino Sus Altezas Reales los Reyes Magos de Oriente. Los genuinos.
—Ya —dice el magnate—. Y ahora me dirán que tienen que hacerles regalos a todos los niños del mundo…
—Bueno, a todos-todos…
—… lo que se dice todos… —continúa Baltasar.
—… todos no —concluye el otro rey, el del medio—. Eso sería imposible. Nos limitamos a hacer los repartos sobre una muestra aleatoria, que cada año cambia…
—… porque si no cambiara sería un panel —lo interrumpe Baltasar.
—No exactamente —le replica el rey del medio, algo irritado por la interrupción—. Verá, no sé si ha oído hablar de la random route, la “ruta al azar”: la aleatoriedad de la muestra se establece sobre la… ¡Ah, que sabe lo que es…! Bien.

Melchor, que aún se considera afrentado, le dice al magnate:

—Si quiere, puede mirar dentro de los sacos. Podrá comprobar que no le hemos robado nada.
—Si no les importa… —El magnate se acerca al camello más próximo, se dispone a abrir el saco que tiene entre joroba y joroba… y con una finta se planta delante del rey Melchor y le tira de la barba. No la consigue arrancar, pero la cara del agredido se vuelve roja. Muy roja—. Ahora sí que parece Papá Noel…
—Huyuyuy… —murmura Baltasar—. Primero lo llama ladrón y, ahora, Papá Noel.
¡Ya está bien! —exclama Melchor, ciego de ira—. ¿Quién se ha creído que es, para tomarnos el pelo? ¿Herodes? ¡Mire, súbdito, la barba es de verdad! —profiere, al tiempo que agarra la suya—. Lo mismo que la de… éste, Gaspar —dice tirando de la barba del otro rey. —¿Lo ve? —La barba ha pasado del rey del medio a la mano de Melchor, cuya cara pasa directamente del rojo al blanco, sin hacer escala en el rosa.

Baltasar y Melchor se vuelven hacia su compañero. El primero parece que quiere reírse. El segundo, en cambio, no está para bromas, ni mucho menos.

—¿Qué significa esto? —Y, sin darle tiempo a responder—: He dicho: ¿Qué significa esto?
—¿Pero veis cómo es un impostor? —pregunta el magnate, no de modo triunfal sino desconcertado. Ya no sabe qué creer.
—Usted no se meta —le amonesta Melchor—. Éste es un asunto entre yo y mis chicos. Gaspar, quiero que me des una buena explicación.

El rey desbarbado tiene los labios apretados, como si estuviera a punto de llorar. Luego los despega, como quien despega un adhesivo. Están pintados de siena tostada.

—¿Qué sig…? —empieza, de nuevo, Melchor, pero el rey afeitado y de labios pintados le hace un gesto para que calle, justo antes de desprenderse de la capa de armiño. Luego se quita el resto de sus vestiduras (con bastante gracia, todo hay que decirlo), quedándose en ropa interior.

(Hasta aquí todo habría sido perfectamente intolerable, al menos desde el punto de vista de Melchor. Después de todo, Baltasar, pese a no salir de su azoramiento, parece encontrarlo divertido. Y la opinión del magnate no cuenta. Por otro lado, los camellos no opinan.)

Sin embargo, ahí no queda la cosa. Porque, en este caso, “quedarse en ropa interior” significa quedarse en medias oscuras, liga incluida, bragas de fantasía y un sostén negro a juego, que a duras penas sostiene dos majestuosos (en todos los sentidos) pechos de mujer.

¿Por qué me miráis así? —pregunta con voz de falsete.

* * *

El rey Melchor ha envejecido doscientos años… en un par de segundos. Eso, en contra de lo que pueda pensarse (si se tiene en cuenta que se trata de alguien que lleva dos milenios en la tercera edad), se nota.

—Podéis decir lo que queráis —dice el rey Gaspar, aún con voz de falsete—. Ya me da igual, porque por fin me he encontrado a mí mismo. —Dirigiéndose al magnate, le dice—: ¿Sabes lo que es que todo el mundo te llame “el otro”, o “el del medio”, o “el rubio… ¿o era pelirrojo?”, o “ah, ¿pero no era árabe?”, y estar siempre a la sombra de estos dos? Ahí están: ¡Melchor y Baltasar Megastar, los Amigos de los Niños! Cada uno con una personalidad bien definida, perfectamente diferenciada. Cada uno con su propio público incondicional, sus fans… Yo, en cambio, que parece que sólo esté para completar el cupo… Pero ahora… ¡ahora, en cambio, todo el mundo me conocerá! ¡Por fin ocuparé el lugar que me corresponde en el firmamento de los mitos!
—Oye, pues me parece estupendo —dice el magnate, con sinceridad.
—Y a mí también, ¿eh? —lo secunda Baltasar.

Melchor no dice nada, pero tiene un aspecto más calmado.

—Deberíamos irnos —dice Baltasar, un momento después—, “reina”.

Tras despedirse, los tres reyes montan en sus camellos y, saliendo del jardín, empiezan a ir calle arriba, justo cuando una estrella fugaz atraviesa el cielo en sentido contrario. Uno de los Magos dice algo de tal forma que, sin dejar de ser un susurro, llega hasta las oídos del magnate (pues es uno de esos susurros capaces de despertar a medio vecindario), quien, sin embargo, no llega a discernir el significado de sus palabras. Los jinetes dan media vuelta, y empiezan a ir calle abajo.

“Conque random route…”, piensa divertido el magnate, mientras entra en su casa. En el vestíbulo casi tropieza con su hijo, que tiene los ojos como platos.

—Hijo. Tienes que saber algo, y vale más que te enteres por mí que por un extraño —dice, elevando la voz por encima del sonido de la alarma, que acaba de dispararse—: los Reyes Magos son tus padres.

ACTUALIZACIÓN 6/1/2008, 9:28 pm:



Esto es para que no me acusen de haber publicado un post más largo que la columna de la derecha sin meter una sola imagen.

1 comentario:

Anónimo dijo...

No se a que viene tanto escándalo si el gordito con bata roja también juega al equívoco. Ya sabeis, Papá Noel para los amigos, Santa Claus para los renos.