18.12.06

Manuscrito encontrado en Cuernavilla (2)

Segundo fragmento del Manuscrito, tan controvertido que los eruditos aún no se han puesto de acuerdo sobre el contenido de su entrada en la Wikipedia.

En situaciones normales (el típico enfrentamiento con un ejército de tumularios, por ejemplo), Peleorn ya habría logrado desenvainar su espada y la habría clavado sobre su adversario. Pero aquella situación distaba leguas de ser normal: se hallaba tendido en el suelo, con la dama que amaba presionándole con su cuerpo desnudo. Ahora sentía que no era su espada lo que estaba a punto de desenvainarse. Ella también lo sentía. Y Peleorn no podía hacer nada: era un pelele al extremo de un artefacto indomable.

Sí, soy consciente de que esto ya lo había publicado. Pero era para refrescar un poco la memoria. La mía, al menos.

—Mira que si te llegas a ir… —dijo Lagávulin. El Dúnadan tardó en descifrar el sentido de aquellas palabras; palabras crípticas que no habría logrado desentrañar, tal vez, sin la ayuda que le proporcionaron los frescos labios de la elfa, al fundirse con los suyos en un beso inefable y caprichoso. Sentía cómo eones de tiempo irrecuperable se daban cita por un instante fugaz para el resto de la eternidad.
—¡

Aquí hay una palabra irreproducible (como la palabra irreproducible, tal vez).

! —exclamó el montaraz cuando la daga le hizo un tajo en el cuello—. ¿Pero qué

Y aquí, una palabra ininteligible (no confundir con inteligible, que es justo lo contrario).

haces?
—Lo siento —dijo la elfa. Lo podía haber matado, pero aquella débil disculpa era totalmente innecesaria: él ya la había perdonado, y ella lo sabía. Porque hasta los elfos cometían pifias, de vez en cuando.
—Perdóname tú a mí, no debía haber…
—Pssst… Mejor me lo cuentas en la cama.

Sin embargo, una vez allí, no se lo contó. Tampoco había nada que contar. Sólo mucho por hacer.

Con más voluntad que destreza, Peleorn se estaba despojando de las ropas (las botas altas, el manto sucio…), mientras Lagávulin le quitaba el talabarte del que pendía la espada, y Peleorn le decía que por favor no lo hiciera, y Lagávulin que por qué, y Peleorn que nunca se lo quitaba, ni para dormir, y Lagávulin (pícara) que no iban a dormir, y Peleorn ya estaba a punto de ceder ante aquel argumento irrefutable cuando ella se hizo un corte en la palma de la mano.

—¡Me

Esto aparece cubierto con ese mejunje blanco que los elfos de Rivendel denominan típex.

en Manwë! —blasfemó el montaraz. Y se apresuró a añadir, más pragmático—: No te muevas, voy a buscar algo para vendarlo.
—No hace falta —dijo ella con una sonrisa cansada.
—¿Cómo que no? Se puede infectar…
—¿Infectar? ¿Tú que sabes de infecciones? —Y, tras una breve pausa, prosiguió—: ¿No me vas a montar, montaraz?

Ejem. No sabéis cómo me alegro de no haberlo escrito yo.

Y como la respuesta era más que evidente, Peleorn decidió obviar lo obvio y pasar a la acción.

—¡Espera! —exclamó la elfa.
—¿Qué sucede?
—Creo que deberíamos atrancar la puerta. —Y añadió, con ironía—: No me gustaría tener más visitas inesperadas.
—Déjame. Ya cierro yo.

Tras atrancar la puerta, el Dúnadan volvió al lecho.

—¿No esperarías alguna visita? Porque me sabría mal haberte cambiado los planes…
—Ahora que lo dices, había invitado a un mago y una docena de enanos a tomar el té.
—¿A estas horas?

Si Lagávulin tenía alguna respuesta preparada, se la guardó para cuando su lengua dejara de estar ocupada en… Se produjo un ruido. Era el típico ruido que hace una puerta atrancada cuando, a pesar de la tranca, cae al suelo.

¿Se puede saber qué estáis haciendo? ¿Qué

Aquí pone cojones, pero no me parece decoroso incluirlo.

os habéis creído que es esto?

El que así gritaba era un ser bastante peludo (sobre todo los pies), cuyo aspecto fiero y temible a la luz de la luna era desmentido por su metro escaso de estatura.

—¿Se puede saber qué haces tú? —gritó a su vez Lagávulin.
—¿Cómo que qué…? —titubeó Terry del Brandivino. Saltaba a la vista que no se había esperado aquella reacción por parte de la elfa.
—¡Eres un hobbit, por el amor de Ilúvatar!
—Eso —aportó Peleorn, medio recuperado del susto—. No puedes ir por ahí derribando puertas, máxime cuando están atrancadas con tranca y todo.
—Ya, pero…
—No hay peros que valgan —lo atajó la elfa—. Ya estás volviendo a tu habitación y metiéndote en tu camita.

El hobbit se retiró cabizbajo, pasando por encima de una puerta siete veces más pesada que él. Lagávulin añadió:

—Y ya hablaremos mañana.

Fin de la segunda parte.

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